lunes, 28 de diciembre de 2009

El enigma en el espejo

Se despertó de repente. Tenía que ser de noche porque en la casa reinaba un silencio absoluto. Cecilia abrió los ojos y encendió la lámpara que había sobre la cama.
Oyó una voz que decía:
—¿Has dormido bien?
¿Quién era? No había nadie en la silla. Tampoco había nadie en ninguna otra parte de la habitación.
—¿Has dormido bien? —oyó de nuevo.
Cecilia se incorporó en la cama y echó un vistazo a la habitación. Alguien estaba sentado sobre el alféizar de la ventana. Allí sólo cabía un niño, pero no era Lasse. ¿Quién podía ser?
—No tengas miedo —dijo el desconocido; su voz era clara y alegre.
Él o ella llevaba una túnica blanca y estaba descalzo. Cecilia apenas podía vislumbrar su cara en el contraluz que producía el árbol de fuera.
Se restregó los ojos, pero la figura vestida de blanco seguía en el mismo sitio.
¿Era una chica o un chico? Cecilia no estaba muy segura, porque él o ella no tenía ni un pelo en la cabeza. Decidió que tenía que ser un chico, pero de igual forma podía haber decidido lo contrario.
—¿No puedes decirme si has dormido bien? —repitió el misterioso huésped.
—Que sí... Pero ¿quién eres tú?
—Ariel.
Cecilia se restregó los ojos de nuevo.
—¿Ariel?
—Sí, soy yo, Cecilia.
Ella negó con la cabeza.
—Sigo sin saber quién eres.
—Pues nosotros sabemos casi todo de vosotros. Es exactamente como en un espejo.
—¿Como en un espejo?
La figura se inclinó hacia delante, parecía que en cualquier momento iba a vencerse y caer sobre el escritorio.
—Vosotros sólo os veis a vosotros mismos. No sois capaces de ver lo que hay al otro lado.
Cecilia dio un respingo. Cuando era más pequeña, se colocaba a menudo delante del espejo del cuarto de baño, imaginándose que había un mundo al otro lado. Algunas veces había temido que, los que vivían allí, pudieran ver a través del espejo y espiarla mientras se arreglaba. O peor aún: se había preguntado si serían capaces de saltar a través de él y aparecer de repente en el cuarto de baño.
Cecilia pensó en lo que le había leído su abuela de la Biblia.
—«Gloria a Dios en los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad» —citó Cecilia—. ¿Eso es lo que quieres decir?
—El ejército celestial, sí. Fuimos un gran grupo de animadores.
—No me lo creo.
Ariel ladeó la cabeza y por fin Cecilia pudo ver un poco mejor su rostro. Le recordó a la cara de una de las muñecas de Marianne.
—Lo siento por ti —dijo Ariel.
—¿Porque estoy enferma?
Ariel negó con la cabeza.
—Quiero decir que debe de resultar incómodo no creer en la persona con la que estás hablando.
—¡Bah!
—¿Es verdad que a veces sois tan desconfiados que os ponéis negros por dentro?
Cecilia hizo una mueca de desagrado.
—Sólo estoy preguntando —aseguró Ariel—. Porque aunque hemos visto ir y venir a los seres humanos, no sabemos exactamente cómo es eso de ser de carne y hueso.
Cecilia se revolvía en la cama, pero Ariel no se callaba.
—Por lo menos debe de ser desagradable desconfiar tanto, ¿no?
—Aún más desagradable es mentir descaradamente a una niña enferma.
Ariel se tapó la boca y dejó escapar un grito de susto:
—¡Los ángeles no mienten, Cecilia!
Ahora le tocó a ella asustarse:
—¿De verdad eres un ángel?
Asintió levemente, como si no fuera algo de lo que vanagloriarse. A Cecilia se le bajaron inmediatamente los humos. Al cabo de un instante, dijo:
—Eso es lo que he pensado todo el tiempo. Es verdad. Pero no me he atrevido a preguntar por si me equivocaba. Porque no estoy del todo segura de si creo en los ángeles o no.
Ariel quitó importancia al tema con un gesto:
—Oye, ese juego podemos dejarlo, ¿sabes? Imagínate que yo te dijera que no estoy del todo seguro de si creo en ti. En ese caso, sería completamente imposible probar quién de los dos tiene razón.
Como para demostrar que era un ángel hecho y derecho, bajó de un salto al escritorio y comenzó a pasearse por el tablero. Un par de veces pareció estar a punto de perder el equilibrio y caerse al suelo, pero siempre volvía a enderezarse justo antes de que fuera demasiado tarde. Y también en una ocasión pareció recuperar el equilibrio después de haberlo perdido.
—«Un ángel en mi casa» —murmuró Cecilia para sus adentros, como si fuera el nombre de un libro que hubiera leído.

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